Mi mente viaja, va trazando un
zig-zag de rebotes contra paredes laberínticas, dispuestas así, al parecer, por una poderosa kabala de la psiquis. Más liberado y restituido que perdido o cautivo, estoy solo en un bosque de segmentos vagos (y qué importa que puedan o no llegar a ser reducidos a un tipo de fórmula-y-lógica) que tampoco veo cómo pueden garantizarte un cuarto de tranquilidad si es que llegáramos a reconocerlos.
¡Así que huye de este vértigo! ¡Aléjate de mis abismos mentales! Es la forma en que yo llego a algún lugar (y ya no sé mentirme): con la razón levantada en
ciertas abstracciones insalvables, se pasea ingrávida una luz agonizante, haciendo
tour por círculos que son viciosos, algunos, pero más fundamentalmente núcleos preciosos de realidad simbólica, que es en últimas la única realidad, una estética exquisita e involuntaria (¿Y cadavérica?); del tipo de interpretaciones
que hacen la elipse.
Así también, me atajan en la caída
una gran cantidad de extremidades,
que unidas a cuerpos imposibles
[por incomprensibles para insensibles]
y asignadas a funciones tal vez frívolas para ti, oh compacto ladrillo
que no estás bailando
y que
Ahora-veo-despegar-desde-mi-mano, alzando vuelo con rumbo al cristal de nuestras vanidades.
Así, todo para mi es ahora un mero collage que está vivo pero que no existe fuera del túnel, algo como un Brazos-a-siluetas-y-ojos-derretidos-en-las-sombras-que-hacen-nacer los elementos psicográficos que destilan de esa realidad que compartes conmigo, pero que yo logro escanciar como una pócima altamente quimerizada, a salvo de certezas inexpugnables y de males terminales [como son las corduras incurables] y los suicidios morales a los que se aplican gustosa y miserablemente quienes exhiben cualquier monoscópicamente determinada versión de la conducta exacta y las ideas justas.
¿Destruir al tirano? Quizás sí, inscribiéndolo en las listas del absurdo, viajando al centro de mi mente para desterrarlo y dejando allí solamente las flores del mal que me complacen, y me placen más; no crees en el placer de intoxicarse con su cruda franqueza y su belleza putrefacta, ni con el sexo voraz con el animal del hambre. ¿En qué crees tú? Crees que puedo obtener mi salvación dándote el gusto de hacerte sentir en lo cierto o, quizás digas tú, coincidiendo contigo en los supuestos de una realidad que yo deconstruyo en un bostezo de opio, esta misma realidad que se alza inabarcable para vos y para mí, a la que no encuentro otra posibilidad que hacerla mía llenándola de las formas que te aterrorizan y de los modos que te escandalizan, porque tú a pesar de no ser peor que yo tampoco sabes a dónde ir cuando el silencio te sentencia a reconsiderar la estupidez que acabas de decirle a ese corazón expectante que dejó de latir para esconderse de las decepciones cotidianas a las que se acostumbró por andar con ciegos como tú y como yo. Yo me escapo, y te dejo solo, porque de otro modo a mí también me tragará la avalancha cuando se rompa el dique de tus falacias lineales y se desborde tu ego, que desolado intenta hacerse sentir en todo lugar pero que sólo moja la superficie y se evapora al calor del aislamiento.
Es el final del camino para el frasco hermético y periódicamente esterilizado de tantos encéfalos uniformados que ruedan azarosamente sin sentir los golpes que se propinan a sí mismos al dar botes erráticos disfrazados de convenciones tácitas, sobre los siempre ilusoriamente planos terrenos que vende esa imposible homogeneización de algo caótico por excelencia: nuestra vida, nuestro mundo; por impredecibles que son, es que se me hace insulso tratar de escucharte, por infranqueables argumentos y no por un deseo de mi corazón, no quisiera que nos perdiéramos para siempre el uno al otro, pero mientras creas poder racionalizar, explicar, coartar ¡e inlcuso impedir! las sugestivas y caprichosas aleaciones de los fenómenos de esta ilusión yo no puedo seguirte en una fe ciega que no es ni amor ni es tierra firme para nadie; aunque creyéramos que sería lo más sano y si ese fuera el puerto al que quisiéramos dirigir nuestras almas, mejor entregarlas al primer infierno que nos abra sus puertas o sus piernas, porque cualquier precio es más bajo que ese que quieres que yo pague. Al final siempre queda el cerebro al revés, de una manera más cruel que la que obtendrías si entendieras cómo percibir las profusas oleadas de misterio que acompañan a cualquier minuto pueril del tiempo humano.
Carpe diem or die me friend?